Por: María Covián
Nací en un pequeño pueblo en el cual el sol salía por entre claras olas que reflejaban al cielo como un espejo, en playas rocosas como pequeñas montañas rasposas color azabache. Recuerdo cómo mi mamá abría las ventanas y puertas de la casa, y las dejaba así todo el día. Siempre supe que era porque a ella le gustaba el aire fresco, sabor a sal, tanto como a mí.
Cuando era pequeño mi abuelo me sacaba en su barco; salíamos de la bahía recién empezara el alba, y entrábamos a un vasto mar sin fin, cuyo horizonte no se podía distinguir, infinito e intemporal como yo en ese momento. Pescábamos todo el día, hasta que la marea se volvía impetuosa, el sol se escondía, y era hora de volver a tierra firme. Llegábamos al muelle durante
el ocaso y veía cómo todo tipo de embarcaciones se estacionaban; pequeños botes de madera que pertenecían a pescadores humildes, barcos medianos pero preciosos y un par de veleros; brillantes peces metálicos con elegantes alas plásticas. Me embriagaba su belleza.
Todos los días mamá nos esperaba con la cena lista: siempre era una variación de cacerola de
pescado y siempre dependía de qué habíamos pescado el día anterior, hubieron ocasiones en las que comimos cangrejo: esas son las mejores cenas que he tenido en toda mi vida. Llegó un día en el que dejamos de poner un lugar en la mesa para mi abuelo, que había muerto de un paro cardíaco mientras pescábamos en mar abierto. Cuando llegué a la costa su semblante ya estaba
pálido y su cuerpo rígido.
Mi papá y yo nos hicimos más cercanos de lo que éramos antes. Siguió con la tarea que mi
abuelo dejó: enseñarme la vida de un buen pescador. Pasaron un par de meses y se pospuso ese plan. Entrando al bachillerato mi familia decidió mandarme a una escuela privada, lejos de la costa; un internado. Empaqué y me fui sin ninguna opción. Las únicas cosas que me llevé fueron
mis recuerdos del mar, de mi abuelo y de mi padre después de él. Dejé toda mi vida atrás y nunca nadie me dijo por qué.
Meses después de que me fui mis papás mandaban cartas todas las semanas, pero para el cuarto año difícilmente mandaban una cada dos meses.
Después de terminar el bachillerato no volví a saber de ellos. Decidí entrar a la universidad porque era el único camino claro que tenía. En mi tercer año conocí a una mujer con cabello negro como plumas de cuervo, y una mirada
fría pero agradable; me casé con ella saliendo de la universidad. Eventualmente compramos el departamento que antes rentábamos, y ahora que algo era únicamente nuestro, decidimos que queríamos compartirlo con alguien más.
Tuvimos dos hijos en el plazo de tres años. Los ví crecer desde la sala del departamento, no era mucho pero era suficiente para mí, yo estaba conforme con mi vida. Todos los sueños que antes tuve de vivir en una cabaña en mi ciudad natal lentamente se disiparon, y el interés en volver a ver a mis padres junto con ellos.
No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que la vida en la ciudad es cansada: pasaba mis días trabajando en una oficina para gente que no conocía. La única razón por la que lo hacía era para mantener a mi familia, una obligación moral ajena a mí. Estudié algo que me apasionaba -en ese momento- pero esos 4 años de intensa pasión continua se evaporaron como agua en una olla de
presión.
Yo vivía el mismo día; nunca se acababa cuando me dormía ni empezaba al despertar, era un día infinito y continuo sin ningún tipo de pausa, una ruleta en constante movimiento, un río que fluía sin un desemboque.
Una mañana me preparaba para salir hacia al trabajo. Mi esposa me sirvió una taza de café y huevos revueltos con dos panes ligeramente tostados. Ella era eficaz: al servir el café sus manos no temblaban, sus dedos eran largos y sostenían la cafetera fácilmente. El pan que servía siempre
era como el de esa mañana, dos minutos tostado, porque tenía que preparar a Julia para ir a la escuela y sacar a Anton de su cuna para bañarlo. Habían pasado 6 años y ella era la misma. Sentado veía como se movía de rincón a rincón, fugaz y sin descanso, era sofocante su prisa. Nadie estaba conmigo, ella nada más estaba en mi proximidad. No sólo durante el desayuno. Amo a mis hijos, pero nunca tuvimos la conexión que yo tuve con mi abuelo o con mi padre. Y
nunca tuve la relación con ella que mi padre y mi madre tuvieron.
Recordando eso, sentado solo, viéndola, viendo a mis hijos, recordando mi infancia, me despedí de mi esposa como siempre, como los últimos 6 años. Con sus labios en mi mejilla y su mano en mi hombro, me dijo “buena suerte”.
Tomé un taxi a la central de autobuses de la ciudad.
Yo sé que ella me amaba, nada más no era suficiente amor para llenar el vacío que dejó mi juventud atrás.
Busqué el destino más cercano a mi pueblo natal. Me acerqué y compré un boleto. Eventualmente mis hijos entenderían, espero que no me resientan demasiado tiempo.
Me subí al bus, carente de duda. Primero edificios, después las afueras de la ciudad, cúmulos de casas y el campo, llegando a la parada, únicamente llanuras de pasto.
Tenía una idea general de dónde estaba, sin embargo, tantos años lejos de hogar empañaron mi memoria. Caminé al sur, por caminos de tierra hechos por personas que habían pasado por ahí antes que yo. Este era el mismo camino por el que abandoné mi vida, y ahora sería el camino por donde volvería a ella.
Llegué a mi pueblo y lo primero que hice fue ir hacia mi casa, ahora abandonada y una solitaria
reminiscencia de lo que antes había sido, lo que antes albergaba. Las puertas estaban abiertas al igual que las ventanas. Cuando entré sentí frío súbitamente y podía oler la sal que se había refugiado en los muebles y en las paredes. Todo color había sido drenado por los años.
No tenía mucho caso quedarme en mi casa más tiempo, pero estaba anocheciendo, y todos mis amigos de la infancia se habían mudado y sus padres yacían un par de metros bajo el suelo.
Subí a mi habitación y me acosté en la cama.
Dormí helado, pero mi colchón me abrazaba como sí me hubiera extrañado y las cobijas que dejé me dieron la bienvenida a casa brindándome suficiente calor para pasar la noche. Fue una noche larga, pero el amanecer me revitalizó y me regaló el nuevo comienzo que tan desesperadamente necesitaba.
Bajé a la cocina y busqué las llaves del bote en un jarrón de talavera azul que pertenecía a mi abuelo; las encontré.
Salí de mi casa y dejé las puertas y las ventanas abiertas, porque sé que así es como le hubiera gustado a mi madre que hiciera. Me dirigí hacia el muelle caminando por la arena, mi bote estaba a unos 500 metros de todos los demás atado a unos robustos troncos. Entré al bote, lo arranqué y lo liberé de sus cadenas. Nos mecía el mar como no lo había hecho en años.
Salí hacia mar abierto.
Estaba saliendo el sol, en playas de arena como pequeños pedazos de porcelana, pequeñas rocas puntiagudas y brillantes. Una brisa fría acariciaba mi cara y me llamaba, me seducía. En ese momento, arrullado por el pasado en camino a un futuro incierto, decidí que jamás volvería a tocar tierra.
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